sábado, 1 de febrero de 2014

Y bailar bajo la lluvia


Aquel invierno, más frío que ninguno, caló tan hondo en nosotros que acabó por helar nuestros corazones. La conversación, que no conoció otro formato que la voz quebrada, estuvo llena de conjunciones adversativas. Incontables "peros" y "sin embargos" contraponían las más tiernas y bonitas frases de amor con las excusas más tristes y desgraciadamente reales. Y tras varias palabras que denotaban despedida, un dulce beso en la mejilla que duró más de lo políticamente correcto y dos rostros cabizbajos tratando de esconder las lágrimas, comprendí que la vida no siempre sigue, que existen momentos que inmovilizan. Ese instante a mi me paralizó y me refugié durante más tiempo del que me gusta reconocer en ese rincón donde el adiós, sin ser pronunciado por ninguna de nuestras bocas, se precipitó como lluvia de marzo. 

Elegí empezar a vivir tras los muros más difíciles de traspasar: yo misma. Escogí la pasividad frente a la actividad y alejarme de todo aquello de lo que hasta ese momento formaba parte. Pensaba que si no hacía frente al futuro el pasado no me alcanzaría. Estuve en algo así como en mis aguas internacionales del sentir: el corazón se quedó sin jurisdicción y la cabeza tomó la dirección. De poco me sirvió. 

Por primera vez mi intelecto daba la razón al corazón y empece a familiarizarme con cielos grises, ojos rojos y noches en vela. Preguntas como ¿la sonrisa que vistes en fotografías es sincera?, ¿para ti la vida sigue o también te quedaste estancado en ese rincón?, ¿encuentras algo o alguien que llene el vacío que he dejado?, ¿sonríes o lloras al recordarme? o simplemente, ¿me recuerdas? fueron llenando mi vida. Entonces toqué fondo, cogí impulso y decidí que no me iba a ahogar con esas malditas precipitaciones de marzo. 

Y el reencuentro llegó. Me temblaban las piernas, comenzó en mí una lucha interior entre mi sonrisa y mis lágrimas y todo lo que tenía preparado para decirle se desvaneció. Hubo silencios, pero no eran incómodos. Y por fin se atrevió, me cogió la mano y me dijo: "tengo tanto que contarte que no sé ni por donde empezar...", y yo, involuntariamente, enlacé mis dedos a los suyos y respondí que llevaba demasiado tiempo viviendo bajo la lluvia equivocada. Me besó, sonrió y mirándome a los ojos me dijo que lo equivocado no era la lluvia, sino haber abandonado a quien hace posible que quieras empaparte mientras bailas, besas, ríes, abrazas y saltas en los charcos.

Aquella tarde casi noche en la que por supuesto llovía, salimos del coche y decidimos ir andando a tomar una cerveza, decidí quererle para siempre. Y desde ese día vivo empapada de él. De sus sonrisas, de su buen humor, de sus cosquillas, de sus interminables horas de sueño, de sus besos con sabor a chocolate con leche Nestle y de sus suspiros.

Hay instantes que paralizan y hay momentos que impulsan. O a lo mejor no. Quizás, y sólo quizás, lo que hay que hacer es aprender a bailar bajo la lluvia que caiga. Dejar el paraguas en casa y empaparse.

                                                Alejandra Elorza